Seis millones de judíos fueron asesinados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y eso es lo que se recordó, en el mundo, el pasado 8 de abril.
Seis millones de seres humanos sacrificados por una ideología aberrante que pretendía, sin ninguna base científica, ni moral, ni mucho menos religiosa, que unas razas eran superiores a otras y que, por lo tanto, estaban predestinadas a imponer su dominio en el planeta.
Ese predominio, decía Adolfo Hitler, el fanatizado líder del Partido Nacional Socialista alemán, fundado en Munich en 1919, corresponde por derecho natural a la raza aria.
Y, como consecuencia de ello, a otras razas, objetivamente inferiores, les toca simplemente la subordinación o, si es que su papel en el mundo contraría el orden natural o lo sabotea, su eliminación o aniquilación, para que el género humano no tenga obstáculos en su progreso intelectual y biológico.
Los judíos, para los ideólogos del nazismo, eran una raza inferior, perniciosa y ladina, que conspiraba contra los altos ideales del partido, y cuya presencia física en el mundo no podía ser tolerada.
Por eso correspondía su desaparición, entendiendo que los actos encaminados a ello no podían recibir ninguna sanción moral ni menos ser condenados como asesinatos.
No son asesinatos lo que se está cometiendo contra los judíos, justificaban los nazis, sino procesos de limpieza para evitar que contaminen a la raza superior.
El resultado de esta fanática, enloquecida e irracional ideología, sumada a otros argumentos de dominio territorial y de revancha por una anterior derrota militar, en la Primera Guerra Mundial, empujaron al pueblo alemán a la catastrófica aventura de la Segunda Guerra que duró seis años y que dejó un saldo de más 50 millones de muertos, además de otros cientos de millones de heridos, lisiados e inválidos.
Junto a Alemania formaron también parte del Eje, en esa hecatombe mundial, el régimen fascista de Benito Musolini y el Imperio del Japón, ambos igualmente sustentados en ideas de superioridad racial y cultural.
La Guerra comenzó en septiembre de 1939, con una rápida y aniquiladora invasión de Polonia por blindados alemanes pero, antes de ello, entre los años 37 y 38, las juventudes hitlerianas, con sus camisas pardas, se dieron a la tarea de preparar el ambiente para que el pueblo apoyara la aventura que se avecinaba.
Recorrían las calles y llevaban a cabo actos públicos, enardeciendo a la gente con cánticos, himnos y estribillos aparentemente patrióticos.
Llenaban las paredes de consignas y emitían proclamas encaminadas a ese mismo propósito y, sobre todo, empezaban a hostigar a los que calificaban como enemigos del pueblo alemán.
Ese hostigamiento contra judíos, gitanos y gente de otras razas, se fue traduciendo, con el avance del tiempo, en la aparición de listas negras, en las amenazas a ciertas familias, en golpizas a determinados ciudadanos y luego en ataques directos, con la colocación de bombas y la provocación de incendios contra viviendas y negocios.
Con ese mismo espíritu de odio a las otras razas, justificado por ideas aparentemente patrióticas, se fue concretando el Holocausto de los seis millones de judíos, al calor de las sucesivas victorias que, en el primer tiempo de la Guerra, obtenía Alemania en los diferentes frentes de batalla.
Después cambió la historia porque la Guerra varió de curso, los aliados trocaron muchas derrotas en victorias y, al final, el 1º de mayo de 1945 se suicidó Adolfo Hitler y el 2 de mayo de ese mismo año, cayó Berlín,
El Japón siguió resistiendo por algunos meses más, hasta que el 6 de agosto de 1945, ante los ojos desorbitados del mundo, Estados Unidos arrojó la primera bomba atómica contra Hiroshima.
Una segunda bomba arrojada contra la población de Nagasaki, tres días después, el 9 de agosto, determinó la rendición del imperio nipón.
Terminó la Guerra, dejó de correr la sangre, el mundo comenzó a restañar sus heridas y sepultó a sus muertos y, junto con ellos, sepultó, o pareció que sepultaba, las ignominiosas ideologías que proclamaban que unas razas eran supriores a otras, que unos hombres, desde su nacimiento y por herencia biológica, eran superiores a otros.
Pero esas ideas, a pesar de las lecciones de la historia, parecen estar resucitando en la actualidad y cobrando nuevas fuerzas y constituyendo, por ello mismo, una oscura amenaza para la convivencia y para el desarrollo armónico de los pueblos.
Y están resucitando y se están manifestando, cada vez más abiertamente en nuestro país, allí en el oriente boliviano.
Son ideas que, en el caso de Bolivia, se encaminan a despreciar y discriminar al indígena.
Son ideas que plantean estatutos separatistas con los cuales se pretende quebrar nuestra Patria, para crear feudos donde manden los poderosos de acuerdo a sus exclusivos y sectarios intereses.
Son ideas, planteadas aparentemente como patrióticas, como en el caso de la Alemania de Hitler, incubadas en las cabezas de mucha gente del comité cívico de Santa Cruz y de la prefectura de ese departamento y que, lo mismo que en el caso de la Alemania de Hitler, se ciernen como una tormenta, que amenaza con sangre, dolor y enfrentamiento a la nación boliviana.
No se debe perder de vista que, en Santa Cruz, ya aparecieron las listas negras, y las agresiones a ciudadanos sólo por llevar un rostro indígena, y los ataques e incendios de viviendas de personas que no coinciden con el comité cívico, y que ya actúan impunemente los miembros de la Unión Juvenil Cruceñlista, pichones de nazis y fascistas.
Y no se debe perder de vista, tampoco, que mucha gente que hoy es parte de las clases dominantes de Santa Cruz, llegó a Bolivia, como en el caso de los croatas, escapando de la Guerra donde habían perdido, pero trayéndose consigo dinero y, sobre todo, las ideas hitlerianas que luego las diseminaron en ciertos círculos de la sociedad cruceña donde, Dios no lo quiera, parece que están creciendo.
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